
Mucha gente sueña con tener una enorme biblioteca llena de libros: estanterías anchas con muchas baldas y altas como una torre. Haría falta una escalera para llegar a los libros de más arriba.
Esta biblioteca es el registro —log, como dicen los informáticos— de tu vida: es un diario que da testimonio de lo que has ido metiendo en tu cabeza, de quién eres, de qué te gusta.
Hay quien cree que anotar cosas o subrayar los libros es un pecado. Hasta hace unos años, yo también lo creía. Creía que los libros habían de conservarse inmaculados: me parecía que pintarlos, aun a lápiz muy suave, era una profanación.
Hay otros a los que les encanta subrayar y llenar de anotaciones sus libros, así como recibir prestados libros de gente que hace esto mismo: ahí es donde realmente, creo, se comparten ideas.
El problema de las bibliotecas decimonónicas

Toda esta gente que sueña con su enorme biblioteca, sin embargo, tiene las estanterías llenas de libros viejos, raídos, con las tapas dobladas, descuidados, pasto de polillas y termitas; en el otro extremo están esos libros que compraron hace tiempo en un arrebato —quizá una jugosa rebaja, quizá simple consumismo— y aún, varios años después, conservan el plastiquito-precinto-de-garantía.
Puede que tú mismo te estés sintiendo identificado, puede que se te venga a la cabeza la biblioteca de tus padres, de tus tíos, de tus abuelos, de los padres de tu… Sea como sea, esta biblioteca, la que está llena de árbol muerto, es la más frecuente en las casas .
Kindle, la salvación
Yo mismo, hasta hace unos años, estaba haciendo acopio de mis libros y formando una modesta aunque interesante biblioteca. Después me compré un Kindle y vi que aquello era bueno: ya no se me cansaban los brazos por leer tochos, ya no se me cerraba accidentalmente el libro y tenía que pasarme dos minutos buscando la página en la que lo dejé, ya no tenía que estar cambiando a cada momento el lado del que tumbarme en la cama.
Entonces me puse a reflexionar. ¿Para qué quiero todos estos libros? ¿Voy a volver a leer, siquiera, el 5 % de ellos? Aunque así fuera, ¿no me está resultando mucho más cómodo leer en Kindle? ¿De verdad necesito atestar mis pocas estanterías con árboles muertos engomados? ¿De verdad quiero tener esa carga cuando tenga que mudarme? Eso suponiendo que la mudanza sea a una distancia razonable…
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La quijotesca hoguera
Decidí que tenía que librarme de ellos: no de todos, pero sí de la mayoría. ¿Cuáles se libraron, como si del Quijote se tratara, de mi particular hoguera? En su mayoría, clásicos de Grecia y Roma, clásicos de la literatura española, de la inglesa, de la italiana… (Esto fue en un principio. Meses más tarde, me di cuenta de que esos clásicos también tenían que ir fuera.)

¿Es que mi intención era tener una biblioteca limitada a la literatura pedante? ¡Ni mucho menos! Pero eran los libros que, creía, sí iba a consultar a lo largo de mi vida. Y, sobre todo —este es, realmente, el criterio para decidir qué libros comprar en papel—, por sus abundantes notas al pie, sus anexos, sus introducciones, su subrayabilidad y su anotabilidad, etc.
¿Y qué estoy haciendo con los otros libros? Aquí los estoy vendiendo, cuando me los compran, en la segunda mano de Amazon. Otros, me planteo liberarlos. Lo que no es ni eficaz, ni decente ni ecológico es amontonarlos, aprisionar sus palabras para que no vuelvan a ser leídas: estos libros —la mayoría, al menos— merecen una segunda oportunidad. Alguien que vuelva a abrirlos y a disfrutar con ellos. Yo ya no los quiero, pero seguro que encontrarán a alguien que sí.